Marc D’Alessio: “Accordion player”

La mujer que se muere me invita con un gesto a sentarme a su lado, bajo el roble. El banco está hecho de madera oscura y largos atardeceres. Se está bien allí, frente al valle, donde se adivina un riachuelo y la verdad última es el silencio. Hablamos. Más de la cuenta, pienso después muchas veces, me digo que tengo que saber pararme ante esa mujer sabia que entiende mis heridas con una simple mirada. Tiene varios nombres que casi nunca consigo recordar y rostros cambiantes que me acompañan. Nos escuchamos, nos reconocemos. Antes me subía a estas ramas, señala, divertida. Esconde su relato el rumor de un acordeón, una tarde de baile, un amor que vino y se fue sin que nadie preguntara pero que dejó una hija que aprendió a soñar, a cantar bajito, a cuidar de lo que importa. Por la ventana abierta de la cocina, entre el tráfago de cacharros indispensables para preparar galletas, se escucha música susurrada. Cuento cosas de Nora. Compartimos algunas nubes. Reviso la vía subcutánea, que trajo el efecto secundario de su sonrisa y alivia aquel dolor sordo, disneico, al que nunca parece prestar atención, como si estuviera de paso. Léeme un rato, ¿quieres? Huele a humedad y a té rojo. Esquivo la pereza de los gatos, fotografías de playas cercanas y familiares ausentes, figuras de cerámica por las cuales perdió interés para ocultar el temblor de las manos. Salgo afuera con algún volumen, conmovido. También nos habían tocado las mismas palabras. Íbamos caminando por el Oviedo más viejo los cinco amigos, con quince años sobre el alma, tan viejos, sin embargo, como Oviedo; tan viejos como la derrota de sus padres, tan abandonados y tan jodidos. Yo sé que existo porque tú me imaginas. Soy alto porque tú me crees alto, y limpio porque tú me miras con buenos ojos, con mirada limpia. Tu pensamiento me hace inteligente, y en tu sencilla ternura, yo soy también sencillo y bondadoso. Pero si tú me olvidas quedaré muerto sin que nadie lo sepa. Verán viva mi carne, pero será otro hombre -oscuro, torpe, malo- el que la habita. Una noche fui a Andrín a contar las estrellas. No soy romántico ni astrónomo. Tenía seis años y mi comadreja estaba enferma. Me dijeron que se curaría si yo conseguía contar hasta mil estrellas. Lo intenté. La mujer que se muere se murió un miércoles que luego se puso casi lunes, y yo, para parar las aguas del olvido, me pongo a cantar cuando paso por Turón, a su elegante serenidad, a sus arrugas surcadas de vida, junto al esqueleto oxidado de un pozo minero y una casa vacía llena de libros.

 

Ricardo F. Cuadra, Equipo de Apoyo Cuidados Paliativos Mieres, Asturias

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