Hablemos de Julio

René Magritte, “La Victoria”

Estos últimos días está tan cansado que las palabras se diría que asoman para dejarse caer, y me descubro apretando el cuenco de las manos para impedir que escapen. El cáncer ha puesto su bandera macilenta en la piel y se ha tomado su tiempo en conquistar una delgadez que vuelve incómodos los espejos. Nos asusta el dolor, pero este consumirse es una de sus formas silenciosas, devastadoras, de manifestarse. También esa forma lenta de fallo cerebral que nos va restando la posibilidad de comunicarnos, tan cerca del final. Algunos familiares lo prefieren, llegan a desearlo, aunque pienso que es porque interpretan que esta forma de deterioro está libre de sufrimiento, como si fuera una prolongación de esa sobreprotección bienintencionada y muchas veces dolorosa que llamamos pacto de silencio.

Se ha perdonado algunas cosas. La culpa por haber enfermado, por no haber tolerado el tratamiento de quimioterapia o no haber engordado lo suficiente para recibirlo. He conocido más pacientes así, con esa pesada mochila de ideas inducidas por nosotros, los profesionales sanitarios, ocultos detrás de un puñado de papeles y unos marcadores tumorales absolutamente saludables. “Nos han dicho que no hay nada que hacer” es el mantra falso, iatrogénico y reiterativo que nos confiesan decenas de familias en la primera consulta; casi se podría palpar el sentimiento de frustración del compañero, sus dificultades para vivir este momento como algo distinto a un fracaso, a una ruptura con su formación, como si derivaran al paciente a un vertedero desesperanzado. Súmenle “Nos han aconsejado que para lo que le queda es mejor no decirle nada” y a continuación arrojen por la ventana conceptos gastados tipo autonomía del paciente, derechos, dignidad. Un 78% de los pacientes que atendimos en 2014 no habían recibido información acerca del tiempo que restaba. Diagnosticar, tratar, informar… ¿y qué tal comunicarnos? El libro Intervención emocional en cuidados paliativos. Modelos y protocolos, de Arranz, Barbero, Barreto y Bayés, resulta un clásico muy recomendable y propone un abordaje eficaz de distintas situaciones tremendamente cotidianas en nuestro día a día. Ayuda a esquivar la tentación del paternalismo, entre otras.

Julio ha recorrido un camino extraordinario. La transición del caos a la aceptación. Con todo lo que nos arrebata, la enfermedad también nos permite la distancia necesaria para hacer repaso de nuestras vidas, recordar, encontrar conexiones, despedirnos. El entorno de Julio está lleno de seres protectores que fallecieron y personas cercanas en quienes volcar y recibir afecto. Es muy hermoso observar cómo, llevados a los límites, los seres humanos esencialmente expresamos una amplia gama de variaciones del amor. Nos permitimos bromear, con el reconocimiento que brinda las horas compartidas, nos tocamos brevemente, nos quedamos callados. Cuatro meses y si las escalas pronósticas no se equivocan, no habrá un quinto. En ocasiones leo opiniones acerca de la necesidad de establecer y mejorar herramientas para valorar con mayor precisión cuánto nos queda de vida, pero tenemos mucho aún por recorrer hasta que poder planificar y disponer de ese tiempo sea algo corriente. Hablamos poco o nada de la muerte, incluso cuando deja de ser algo improbable para impregnarlo todo. Ser dueños de nuestros días, vivir hasta el final.

Un poco antes de su sesenta y cinco cumpleaños, Julio dice “Soy feliz”. Consciente, sereno. Tengo una sensación que, a riesgo de resultar chocante, me parece cercana a cuando te enamoras: de estar en el lugar correcto, de haber llegado. Tomamos café y casadielles en la cocina con su mujer, Lidia, con su hermana, Cristina, mientras afuera no para de llover. Vemos fotos, algún vídeo. Rema en el parque del Retiro con su nieta Claudia detrás, hay un sol de invierno y se le ve contento. Hasta mi memoria, acostumbrada a cierta dispersión, sabe que retendré esa imagen.

En palabras de Oliver Sacks, un ser sintiente.

Ricardo F. Cuadra, Equipo de Apoyo Cuidados Paliativos Mieres, Asturias

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